Por Ricardo Trotti (8 de mayo de 2025 – publicado Por
Cuadernos de Periodistas de la Asociación de Prensa de Madrid) -- Corría el
verano de 1976 cuando aterricé en las
vastas llanuras de Dakota del Norte como un joven estudiante de intercambio.
Jamás imaginé que me convertiría en un puente lingüístico para los trabajadores
golondrinas, aquellos hombres y mujeres de origen mexicano cuyo trabajo en los
campos de remolacha alimentaba la central azucarera del pueblo.
Aunque la
tierra les brindaba sustento, el español, por sí solo, aún no era la llave para
superar las barreras de comunicación y las limitaciones que enfrentaban a
diario.
Tiempo después, a principios de
la década del 80, mi vocación me llevó a Washington D.C., al corazón de un país
que comenzaba a sentir con fuerza el latido de la nueva inmigración. En las
páginas de El Pregonero, un periódico que daba voz a los recién llegados, cubrí
el arribo de miles de centroamericanos que buscaban una nueva vida en el barrio
de Adams Morgan. En aquellos días, el Centro Católico Hispano -dirigido por el ahora
cardenal Sean O’Malley, entonces un cura con español perfecto- se erigía como
un lugar de encuentro y esperanza.
En ese entonces empecé a observar
el profundo cambio que se estaba gestando. Aquella comunidad de 11,5 millones
de hispanos de 1976 crecía a un ritmo vertiginoso en todo el país. Hoy, cincuenta
años después, la población hispana, diversa en orígenes, alcanzó los 65
millones de personas; pasó de ser la primera minoría del país a transformarse
en la segunda población de habla hispana del mundo después de México.
Una década después me asenté en Miami, donde trabajé
en El Nuevo Herald, uno de los diarios en español de mayor relevancia. Y en esta
ciudad, donde resido desde hace más de 30 años, pude apreciar la riqueza migratoria
y su diversidad de orígenes, donde la usual influencia de la diáspora cubana
(establecida desde la generación Peter Pan de los 60 hasta el Mariel de los 80)
se fue enriqueciendo con la llegada de colombianos, argentinos y venezolanos. La
masiva ola inmigratoria de las últimas cuatro décadas demuestra que Estados
Unidos se ha beneficiado de las crisis políticas y económicas de sus vecinos
del sur, marcadas por la pobreza, la corrupción, la inestabilidad y la
inseguridad. También remarca que las nuevas oleadas han traído consigo talentos
y habilidades, pero, sobre todo, algo invaluable e invisible a simple vista:
cultura e idioma.
Esta valiosa importación de
hispanidad y español no es nueva para el país, data de mucho antes de que las trece colonias estadunidenses declararan su
independencia de Inglaterra. Desde la llegada de los primeros exploradores y
colonos españoles en el siglo XVI, el idioma de Cervantes se extendió tras la
fundación en 1565 del asentamiento de San Agustín, en la Florida, y de la Luisiana
española entre 1763 y 1803. Sin embargo, el mayor cambio surgió después de la guerra
con México entre 1846 y 1848, tras la cual Estados Unidos anexó territorios
mexicanos, como California, Texas, Nuevo México, Arizona, entre otras áreas.